En la polaridad surgida a lo largo de nuestra historia urbana, donde muchas de las decisiones políticas, económicas y sociales vieron su correlato calcado en el desarrollo de la ciudad, se han dispuesto a manera de herida y de huella penetrante varias identidades perdidas en los arrabales de la trama. Fragmentada, seccionada, atravesada por franjas de historia que evidencian desarrollo y decaimiento, que amenazan con abismos al final de una hermosa continuidad, allí se aparecen La Boca y su Parque Lezama. Escenas de barrancas que miran al vacío, vacío por abandonado, repleto de insuficiencias y de oportunidades, enormes perspectivas de chaperíos con monumentos cercanos al surrealismo de la invasión del mercado inmobiliario, como coronación de su horizonte telúrico-místico-ancestral. Cada objeto en su parte indivisible, cada columna, arco, muro, chapa, tirante y ventana está acomodada, en sus interminables capas de pintura, en sus herrajes y armaduras corroídas, en sus colores dispares excitantes y en las redes harapientas de barcos que se posan sobre la gelatina del paisaje, vivas, muertas, agonizantes, prudentes, tendientes a no dejarse olvidar.
Doscientos años desde un Cabildo repleto de incertidumbres y anhelos, un siglo más tarde y un siglo antes de hoy, creíamos ser la París de los latinos. Lo que no vimos fue al pueblo trabajando y necesitando, creciendo en un submundo de humo y de barro. Lo que no quisimos creer fue que perdíamos tanto, ansiando relucir en las fachadas francesas de una amplia Avenida de Mayo, mientras todo el combustible que era humano y voluntario, se fue perdiendo en los años y temiendo su identidad. Esta identidad que no resulta tan rara, esta identidad que nos es tan rara, ajena pero propia y que derrocha fantasías, pasajes entre escaleras que conducen a la nada, eternos laberintos similares al sueño, la trama de nuestra rígida rimbombante Buenos Aires se diluye y se entrevera en el sur cuando roza el Riachuelo, el tejido se vuelve un Cupido donde las construcciones se abrazan y se miran, los objetos verticales despuntan por detrás y las portezuelas con esculturas coloridas dormidas dentro de los muros se sostienen de reojo en la finísima estructura sobre el recuerdo de la eterna inundación.
Allí, donde la vía del tren recoge los restos del pasado, en ese playón perdido en que se tajearon seis potreros, acariciando la Bombonera, escondiéndose debajo de la autopista, caminando a pasos cortos y pausados por entre los jardines de catalinas y a la vuelta, mirando hacia adentro porque hacia fuera no queremos, llegamos al parque Lezama. Mirando la barranca imponente ante nosotros, pidiendo por favor una instantánea de aquel río, queriendo que la ciudad tenga más de aquella que de esta, que está cubierta de imágenes que son escenografías, que vive con cicatrices urbanas que lastiman la leyenda, que tiene bloques macizos invadiendo la diversidad, que tiene poco espacio para salir a contar su historia y que no puede conocerse sin esconderse, y que no puede ser referente porque lo hicieron souvenir. Allí donde ponemos las manos a la obra, obraron muchas manos mucho antes y aún están. Allí donde preguntan por Caminito hay mil caminos, ¿podremos nosotros reconstruir el pasado?
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